“No me imaginaba que una simple carta podría desencadenar una nueva era… y menos una tan explosiva.”
— Probablemente Einstein (si hubiera tenido Twitter).

En el año 1939, mientras el mundo miraba con preocupación el ascenso de Hitler y los nubarrones de una guerra inminente, un grupo de científicos discutía en secreto un descubrimiento tan poderoso como aterrador: la posibilidad de liberar la energía del núcleo atómico. En medio de este escenario, una carta —escrita por un físico húngaro y firmada por un genio con cabello rebelde— terminaría por cambiar el curso de la historia.

Un genio con peso político

Albert Einstein era, en ese momento, uno de los científicos más famosos del mundo. Aunque no participaba activamente en investigaciones sobre energía nuclear, su fama lo convertía en una figura influyente. Y eso era justo lo que necesitaba Leo Szilárd, un físico que había escapado de Europa y que estaba convencido de que los nazis estaban trabajando en una bomba atómica.

Szilárd, junto a colegas como Edward Teller y Eugene Wigner, había entendido el potencial del descubrimiento reciente de la fisión nuclear. Si el uranio podía dividirse en dos partes liberando enormes cantidades de energía, ¿qué pasaría si alguien lograba canalizar eso en un arma? Spoiler: ya sabemos qué pasó.

La carta a Roosevelt

En agosto de 1939, Szilárd redactó una carta dirigida al presidente Franklin D. Roosevelt. En ella advertía que Alemania podría estar desarrollando una nueva clase de bombas extremadamente poderosas, y que Estados Unidos debía actuar rápido para investigar esta tecnología.

Pero Szilárd no era una figura pública, ni mucho menos alguien que el presidente escucharía con facilidad. Así que acudió a alguien que sí tenía influencia: Albert Einstein.

Einstein, tras leer la carta y entender la amenaza, aceptó firmarla. En realidad, terminó firmando dos cartas: una más extensa con detalles técnicos, y otra más breve para asegurarse de que Roosevelt realmente la leyera.

El efecto dominó

Roosevelt recibió la carta el 11 de octubre de 1939. No reaccionó de inmediato, pero puso en marcha un comité para estudiar el tema. Años después, esa pequeña chispa llevaría a la creación del Proyecto Manhattan, el programa ultra secreto que terminó desarrollando las bombas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945.

Lo irónico es que Einstein nunca formó parte del Proyecto Manhattan, ni siquiera tenía autorización de seguridad para participar. Su rol fue más simbólico que técnico. Pero su firma en aquella carta fue suficiente para influir en la política estadounidense y acelerar una carrera nuclear que cambiaría para siempre el equilibrio del mundo.

¿Se arrepintió Einstein?

Sí. Y mucho.

Tras la guerra, Einstein expresó públicamente su arrepentimiento por haber contribuido, aunque indirectamente, al desarrollo de armas nucleares. Se convirtió en un activista por la paz y el desarme, y en los años 50 participó en el célebre Manifiesto Russell-Einstein, que alertaba sobre los peligros de las armas atómicas.

En sus propias palabras:

“Si hubiera sabido que los alemanes no lograrían desarrollar la bomba atómica, no habría hecho nada.”

Un momento bisagra para la humanidad

La carta de Einstein y Szilárd es uno de esos momentos bisagra de la historia. Un recordatorio de cómo la ciencia, la política y la ética pueden entrelazarse de maneras impredecibles. Y también de que, a veces, una carta puede tener más poder que mil discursos.

Hoy, cuando enfrentamos desafíos globales como la inteligencia artificial, la biotecnología o el cambio climático, vale la pena preguntarse:

¿Qué carta estamos escribiendo ahora? ¿Y quién se atreverá a firmarla?